¿TENGO FORZOSAMENTE QUE SER UN TRASTO VIEJO E INUTIL?
Fernando Rodríguez Bornaetxea
(Publicado en Diario Vasco, 15 de Febrero, 2015)
Estoy llegando a los 60 y observo que a mi alrededor hay muchos como yo. Según el EUSTAT (2011) cerca de 65.000 personas estábamos por encima de los 55 años en Donostia, lo que es un tercio de la población. Me pregunto cuántas de esas personas afrontan la última parte de la vida con interés y curiosidad.
Recuerdo que cuando era un joven profesor de universidad enseñábamos que el desarrollo terminaba al final de la adolescencia y a partir de entonces el cerebro sólo perdía neuronas y, por tanto, capacidades. Hoy en día sabemos que el cerebro se está transformando toda la vida y que su capacidad de interconectividad es enorme. Cosas de la ciencia, que hoy enseña una parte de la verdad objetiva como si fuera absoluta y mañana enseña otra.
Sin embargo, para esta sociedad estúpida en la que vivimos, los mayores siguen siendo algo decadente y desagradable. Tan fascinados estamos por el “photoshop” y las apariencias que no vemos seres humanos vulnerables y voluntariosos, sino carcasas mejor o peor conservadas. Para huir de la estupidez narcotizamos nuestras vidas con placeres sensuales tan banales como efímeros pensando que la administración adecuada de estos placeres nos dará la felicidad, gran engaño para no enfrentarnos a la angustia existencial. Preocupación por el envejecimiento, la enfermedad, la muerte, el dolor, queja, depresión, desasosiego, soledad, miedo a lo desagradable y ansia por lo deseable, son síntomas de esa angustia. No digo que no haya que disfrutar de los placeres de la vida, sino que nos equivocamos al intentar sacar de ellos una satisfacción que no pueden proporcionar. En una sociedad que valora más el tener que el ser es difícil encontrar una razón que sirva para afrontar una etapa de la vida en la que menos es más.
Cuando Erikson en 1950 dio a conocer su teoría del ciclo vital ya advirtió de que el estancamiento era la playa en que encallaban los adultos que no habían sido generosos y generativos, aquellos que no habían sido capaces de devolver a la sociedad lo que habían recibido en la primera mitad de la vida (Jung). Empantanados en su propia charca, eso sí mía y de nadie más, se mostraban impotentes para dar coherencia e integrar lo vivido en un relato con significado y sentido. Integrar es aceptar lo que se ha vivido con el sentimiento de haber merecido la pena vivir.
Los teóricos del aprendizaje social, por su parte, pretenden que el desarrollo vital en la edad adulta se organiza alrededor de los roles sociales (esposa-viuda; padre-abuelo; trabajador-jubilado). Pobre consuelo de aquellos que reducen la mente a una serie de usos y costumbres sociales. Este condicionamiento social puede ser, de hecho, un obstáculo para el objetivo evolutivo de la edad adulta que no es otro que la progresiva liberación de las constricciones sociales y contextuales. Tornstam (1994) acuñó el término gerotrascendencia para señalar que ni los roles sociales ni la integración de la vida pasada pueden agotar un proceso evolutivo que continúa hasta el último aliento.
En los últimos tiempos ha habido muchos autores que han apuntado a la “sabiduría” como el objetivo evolutivo de la edad adulta. Sin embargo, la mayoría de ellos la explican como un proceso de ganancia. No podía ser de otra forma en una sociedad que vive engañada por el mito del crecimiento económico eterno. Todavía son pocos los que argumentan que la pérdida es un factor de desarrollo. Incluso estos buscan un equilibrio entre ganancias y pérdidas (aunque estas últimas son vistas como algo negativo).
Pues bien, los seres humanos vivimos en un proceso continuo de pérdidas y ganancias, y ambas pueden ser un factor positivo de desarrollo. Muchas veces perder nos hace crecer como seres humanos. Yo diría que más que de pérdida podemos hablar de renuncia. Envejecemos bien cuando somos capaces de ver con claridad y aceptación plena que nos viene bien disminuir las dosis de todos esos paliativos con los que tapamos la angustia existencial. Que para ser realmente felices es mejor renunciar a ser más y tener más.
Para comprender eso, nos hace falta una buena dosis de ética. Ojo, no hablo de la ley, que cada cual se arregle con sus absurdos e injusticias, ni de una ética exógena, al estilo de los diez mandamientos, sino de una ética funcional. Es decir, si hago, digo o pienso algo que me sienta mal y me deja agitado, intranquilo o desanimado, es mejor no hacerlo. Claro que esto requiere de mucho autoconocimiento y honestidad.
Además, hace falta una buena Cosmovisión, es decir, una forma de entender el mundo que nos provea de dirección y sentido. Gracias a ella, el sentimiento de pertenencia se amplía de “los míos” a un profundo sentimiento de “humanidad compartida”. Cuando la mirada abarca la totalidad, la ética individual se expande a la búsqueda del “bien global”.
Y, naturalmente, nos hace falta una mente en forma, una mente capaz de dirigirse a los fenómenos que la transitan con interés y curiosidad, sin aferrarse a ellos ni rechazarlos, capaz de observar sus contenidos y reconocer las relaciones causales entre ellos, una mente que comprenda cómo se produce la subjetividad, esa experiencia personal e intransferible que constituye nuestra vida desde el principio hasta el final.
Afortunadamente hace años encontré la Meditación, una maravillosa herramienta mediante la cual uno se puede calmar además de descubrir cómo funciona la mente. La Ciencia ha demostrado sus beneficios neurofisiológicos y la Psicología la ha adaptado como una psicoterapia cognitivo-conductual (Mindfulness).
Desde que aprendí a observar mis procesos físicos y mentales, me olvidé del aburrimiento. ¡Hay tantas cosas que observar en cómo construye la realidad nuestra mente! También la preocupación y el dolor han dejado de ser un problema. Cuando surgen, no les tengo miedo, ni me enfado, ni me angustio, porque sé lo que son y de dónde proceden. Si no puedo apartarlos, puedo convivir con ellos hasta que se van o ceden, sin desesperarme.
Creo que he encontrado un camino hacia la sabiduría y me gustaría compartirlo con todos los que crean que la vejez tiene una misión fundamental, infundir amor y compasión en una sociedad desesperada.
Fernando Rodríguez
Doctor en Psicología y Maestro de Meditación.
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